mié. Nov 5th, 2025

¡Nací de pie!

PorYo Opino

noviembre 4, 2025

“El arte es largo y la vida es breve”: Johann Wolfgang von Goethe

Un día como hoy, hace setenta y cinco años, cuando las manecillas del reloj marcaban las ocho de la noche —según mi partida de nacimiento o fe de bautismo— vine al mundo en mi casa de habitación, en Monguí, entonces un apacible poblado que apenas despuntaba entre la arena y el viento. Y nací de pie, como lo relataba mi tía Brígida, la Negra Acosta, con la voz entre el asombro y el orgullo. Ese tipo de parto difícil, de mal pronóstico, se conoce como parto podálico.

Movido por la curiosidad, le pregunté a la inteligencia artificial —esa criatura moderna que pretende competir con la humana— qué significaba nacer de pie. Me respondió sin dudar: “mucha suerte desde el nacimiento”. Buen augurio, me dije, aunque la intuición y la experiencia me han enseñado que la suerte, como decía Voltaire, “es lo que sucede cuando la preparación y la oportunidad se encuentran”. Y agregaría Virgilio: “la suerte ayuda a los osados”. Quizás por eso la osadía ha sido mi brújula constante.

Desde niño sentí una energía especial, una mezcla de curiosidad y rebeldía frente a lo establecido. Siempre tuve el impulso de preguntar por qué y de intentar hacerlo mejor. Hoy entiendo que nacer de pie fue una metáfora del destino: no llegué al mundo para quedarme quieto, sino para andar, aprender y desafiar los límites que la vida impone.

Bien lo canta Camilo Namén Rapalino en su vallenato Recordando mi niñez: “bonita es la vida cuando uno está niño y cuando uno está niño quiere crecer ligero”. Cuánta razón hay en esa frase. De niños deseamos correr hacia el futuro, y cuando llegamos a él, queremos regresar al refugio de la infancia. Esa es la paradoja de la existencia: anhelar lo que fue y temer lo que viene.

El médico y filósofo Rodolfo V. Talice escribió en El arte de vivir intensamente 100 años que “el hombre detesta la vejez, aunque paradójicamente se obstina en alcanzarla, porque ve en ella su despojamiento”. Con los años comprendí que no es el tiempo el que pasa sobre nosotros, sino nosotros quienes pasamos sobre él. El tiempo permanece, inmóvil, testigo silencioso de nuestro tránsito fugaz.

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La vejez no debería verse como un enemigo, sino como una conquista. Llega acompañada de paciencia, serenidad y un tipo de lucidez que la juventud desconoce. Es el momento en que la inteligencia se vuelve sabia y el juicio se hace compasivo. Por eso los pueblos indígenas veneran a sus mayores: saben que la experiencia es una forma de conocimiento que no se enseña en libros, sino en el corazón.

Nuestro Nobel Gabriel García Márquez lo expresó con claridad: “uno nunca debe pensar en la edad como en una gotera en el techo que le indica la cantidad de vida que le queda”. Y tenía razón. La edad no está en los años que cargamos, sino en la energía que conservamos. José Ortega y Gasset lo completó magistralmente: “la vida no es una suma de lo que hemos sido, sino de lo que anhelamos ser”.

La juventud no es una etapa biológica, sino un estado del alma. Nadie envejece solo por cumplir años; se envejece cuando se renuncia a soñar, cuando se cede al cinismo y se apaga la esperanza. Los años arrugan la piel, pero perder el entusiasmo arruga el espíritu. Los temores, las dudas y la desesperanza envejecen más que el tiempo.

Eres tan joven como tu fe, tan viejo como tus dudas; tan joven como tu esperanza, tan viejo como tu desasosiego. Esa es la medida real del envejecimiento: el pulso interior con que enfrentamos la vida. Mientras haya curiosidad, ternura o propósito, el reloj podrá girar sin que nos derrote.

Ernesto Sábato, con su lucidez de alquimista del alma, escribió: “No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí”. En ese sentido, la fidelidad a lo que sentimos como vocación es la más alta expresión de la vida auténtica. Ser leal a uno mismo es una manera de vencer al olvido.

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Es triste alcanzar la cima de los años habiendo malgastado el tiempo en naderías o en la búsqueda vacía del aplauso. Pero qué satisfacción tan profunda deja haber vivido con propósito, haber entendido que la vida no es una carrera de velocidad sino una misión de sentido. Vivir, al fin y al cabo, es comprometerse con algo que trascienda la propia sombra.

Después de cincuenta años ininterrumpidos dedicados a la docencia y la investigación universitaria, puedo decir con certeza que enseñar ha sido mi forma más plena de aprender. Nada se aprende mejor que lo que se comparte, y nada se recuerda más que aquello que se entrega con generosidad. Esa ha sido mi escuela: aprender enseñando y enseñar aprendiendo.

Hoy, al mirar atrás, no me invade la nostalgia sino la gratitud. He vivido con intensidad, con errores y aciertos, con sueños cumplidos y otros en construcción. No me siento en la recta final, sino en una estación de observación más alta, desde la que puedo ver con claridad el trayecto recorrido y el que aún me falta por andar.

Finalmente, como buen guajiro, mi tótem es el cardón, ese guardián del desierto que resiste donde todo parece estéril. Leandro Díaz lo cantó con precisión poética: “yo soy el cardón guajiro, que no marchita el sol… el cardón en tierra mala ningún tiempo lo derriba”. En esa metáfora me reconozco: el cardón no florece para adornar, sino para persistir.

Como él, tengo raíces hondas y una voluntad que no se rinde. El cardón enseña que la fortaleza no está en la dureza, sino en la capacidad de adaptarse al desierto. Por eso, cuando miro mis años, no veo desgaste, sino consistencia. Nací de pie, sí, pero he vivido con los pies firmes en la tierra y la mirada puesta en el horizonte.

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