mar. Dic 9th, 2025

OPNICER: donde el cáncer infantil se enfrenta con dignidad

PorPedro Mendoza

septiembre 9, 2025
La operación de OPNICER no depende de presupuestos estatales ni de grandes convenios institucionales: se sostiene gracias a la generosidad anónima de personas que donan.Foto c

 

  • Operada por la Fundación OPNICER, esta casa de puertas siempre abiertas acoge a niños y adolescentes menores de 17 años, junto a sus cuidadores, mientras reciben tratamiento en el Instituto Nacional de Cancerología.

Cada año, entre 426 y 540 familias provenientes de los rincones más diversos de Colombia llegan a Bogotá con una carga que nadie debería tener que cargar sola: un hijo diagnosticado con cáncer.

Para ellas, la Casa Albergue OPNICER no es solo un refugio temporal; es un segundo hogar. Un espacio donde el dolor se comparte, donde el miedo se abraza con ternura, y donde el tratamiento oncológico —duro, largo, complejo— se enfrenta con la fuerza que nace del cuidado integral, gratuito y humano.

Operada por la Fundación OPNICER, esta casa de puertas siempre abiertas acoge a niños y adolescentes menores de 17 años, junto a sus cuidadores, mientras reciben tratamiento en el Instituto Nacional de Cancerología. Pero más allá de un techo y una cama, OPNICER ofrece lo que muchas veces el sistema no puede garantizar: acompañamiento psicológico para sanar el alma, apoyo pedagógico para no perder el ritmo escolar, y asesoría jurídica para navegar trámites que, en medio de la enfermedad, pueden parecer montañas.

Su propósito, como lo define con sencillez y profundidad Jorge Abisambra, presidente de la Fundación, es claro: “Que las familias encuentren aquí un segundo hogar, donde el afecto y el cuidado integral les permitan enfrentar con dignidad y esperanza el camino del tratamiento oncológico”.

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El tiempo que cada familia permanece en el albergue no se mide en días, sino en ciclos de quimioterapia, en controles médicos, en avances y recaídas. El Instituto Nacional de Cancerología, tras una rigurosa valoración socioeconómica, deriva a quienes más lo necesitan, asegurando que los 30 cupos disponibles —distribuidos en 15 habitaciones, cinco de ellas con baño privado— se asignen con equidad y se renueven según la evolución clínica de cada niño. Así, la casa respira, gira, se renueva, para que nunca falte un lugar a quien lo requiere con urgencia.

Dentro de sus muros, el albergue es un universo pensado para aliviar, distraer y reconfortar. Niños que ayer lloraban por el dolor hoy ríen frente a un juego de mesa; adolescentes que cargan con catéteres y bolsas de suero encuentran en los computadores una ventana al mundo, a las tareas, a los videojuegos que les devuelven algo de normalidad. La terraza se llena de risas, el oratorio de silencios sanadores, y el comedor —moderno, cálido— se convierte en el corazón del lugar, donde se sirven mensualmente cerca de 650 desayunos y más de 1.500 almuerzos y cenas, todos pensados para nutrir cuerpos que luchan contra la enfermedad.

Pero nada de esto sería posible sin la solidaridad. La operación de OPNICER no depende de presupuestos estatales ni de grandes convenios institucionales: se sostiene gracias a la generosidad anónima de personas que donan desde cien mil pesos mensuales hasta alimentos, juguetes o productos de aseo; gracias a empresas que creen en su misión; y gracias a eventos como el tradicional Torneo de Golf OPNICER, que el próximo 12 de septiembre volverá a reunir a la comunidad en el Carmel Club de Bogotá, no para competir, sino para colaborar.

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Fundada en 2001 por padres que vivieron en carne propia el calvario del cáncer infantil, OPNICER nació del dolor transformado en propósito. Hoy, más de dos décadas después, sigue siendo un faro para cientos de familias que, sin este refugio, verían cómo el tratamiento se les escapa entre las manos, no por falta de medicamentos, sino por falta de dónde dormir, qué comer o a quién recurrir.

A quienes han hecho posible esta labor —donantes, voluntarios, aliados, amigos silenciosos pero constantes—, la Fundación OPNICER les dice, con la voz entrecortada por la emoción y la gratitud: gracias. Gracias por creer que ningún niño debería abandonar su tratamiento por no tener dónde quedarse. Gracias por entender que curar el cuerpo también exige sanar el espíritu, acompañar a la familia, sostener la esperanza.

Porque en OPNICER no se salvan vidas solo con medicina. Se salvan con amor, con comunidad, con solidaridad. Y eso, solo se construye juntos.

 

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